Ayer se conmemoraba los 125 años de la inauguración de la exposición universal de Barcelona. Ha habido otra exposición universal más, la de 1888. Las dos fueron muy importantes para la ciudad, al igual que lo fue la Olimpiada de 1992. Supone modernización, construcción de edificios, infraestructuras y desarrollo urbanístico. Pero ningún evento anterior fue tan importante como este porque en él se mostró un arquitecto excepcional diseñando una poesía en mármol travertino. Mies Van der Rohe construyó el pabellón de Alemania.
Debía construir la imagen de la nación alemana, república de Weimar y del desarrollo tecnológico, industrial, económico de ésta. En las clases de Delfín Rodríguez aprendimos que lo que hace Rohe es construir el vacío para que el visitante lo ocupe intelectualmente. Sus antecedentes, neoplásticos de figura geométrica limpia. Elevado ligeramente sobre un podio de travertino que le asienta al suelo y los soportes novedosos que son pilares de sección cruciforme redondeada. Sobre ellos el techo, ligero.
El
agua es otro elemento fundamental como lo es el verde de ónice de los tabiques
de separación. Los elementos conjuntados para crear una naturaleza
arquitectónica como un universo encerrado en sí mismo pero, al mismo tiempo,
abierto al cielo. El agua refleja el cielo y la piedra, la luz mediterránea que
inunda el interior y; el cristal nos saca al exterior y nos adentra en el
corazón arquitectónico si estamos fuera. El mármol nos da claridad y el bosque
de ónice nos pide sentarnos en el sillón que diseñó por si los reyes de España,
en su visita, querían sentarse.
¿Dónde
está el pabellón?, se podía preguntar. Mientras en el exterior una multitud de
edificios grandielocuentes, como la propia plaza de España con el Palacio
nacional al fondo y las dos torres “campaniles”, han envejecido mucho. Sin
embargo, la frescura intelectual de Rohe y su poder de desnudar el espacio
hasta hacer de él el verdadero sustento arquitectónico hace que su pabellón tenga
exactamente la edad de la inocencia.
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