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La poesía romántica. 2.0

sábado, 28 de noviembre de 2015

Mientras dure mi eternidad

Como este es mi cuento, finalista del II Concurso de Docentes del Museo del Prado, y no se va a editar, lo edito yo.




























MIENTRAS DURE MI ETERNIDAD

El triunfo de la muerte. Peter Brueghel, el viejo.

Recuerde el alma dormida
Despierto de la pesadilla que dura todo un sueño. No he de levantarme todavía y sé que no podré volver a dormir. Para pasar el rato, intento recomponer las piezas sueltas de un rompecabezas cuyas formas se desdibujan sin lograr aclarar la imagen que crean. Por el contrario, los colores marean el caos en que se ha convertido mi vida en las últimas veinticuatro horas. Siento que en el estómago se ha asentado una pesadísima piedra que me castiga y, aunque respiro profundamente, no desaparece.
Y me encuentro ante el ataúd de mi hermana pequeña, llorando desconsolado con la firme idea de no olvidarla nunca, sin entender por qué la leucemia se la llevaba antes de que aprendiera a jugar o que entendiera el significado de la muerte. Cierro los ojos para volver a abrirlos.
Veo la manecilla del reloj fluorescente que marca la mañana, como la que fuera ayer y siempre; mi vida convertida en una isla de un único habitante hastiado, deprimido, deseando el momento en el que un giro cambie el rumbo de mi realidad. Hoy.
El paso del tiempo detenido en los pensamientos, en los recuerdos;  la negrura sanguina de la habitación me cerca produciendo un escalofrío. El miedo a la oscuridad, el terror a lo desconocido me ha encogido siempre. Notaba la muerte agarrada a mis pantalones cortos con mucha más fuerza. “Había subido al cielo”. Pero no me sirvió de nada aquel alivio que mi padre me contara el día en que mis abuelos, a los que apenas conocí, dejaron este mundo. Mi hermana no podía estar con ellos. “Tú no puedes estar ahí”.
No tardes muerte que muero,
Metido en la ducha ensayo la asfixia durante unos segundos. El consuelo de morir como el dormir, tocando casi con los dedos la beatitud de la ausencia de dolor, el cosquilleo del cuerpo flotando en la nube de burbujas. Pero me alejo en el momento en el que mi cuerpo no puede más y abre la boca inspirando profundamente. Vuelvo a experimentar que la muerte me ha seguido de cerca siempre pero me ha respetado. Algo próximo a la sonrisa me marca la cara mojada por el agua casi hirviendo que me despierta. La soledad me ha ido sitiando dejando que me vaya muriendo cada día. Pero, al fin y al cabo, eso es lo que hacemos todos, ¿no?
Escucho las noticias y creo que tengo razón. Muertes injustificadas decoran el escenario de la obra de teatro de este mundo en el que los sueños han dejado de serlos. Un joven que va a ser degollado por otro con capucha; multitudes en racimo intentando neutralizar a los que les prohíben el paso a la tierra prometida; mujeres violadas y asesinadas en aras de un nuevo mundo igual de sanguinario que el anterior o por los malditos celos. El asesinato de un joven de color, el homicidio de un niño por ampliar un territorio, el suicidio por no poder soportar la presión social…
He buscado confundir la felicidad con la anestesia, pero ¿quién no? Así no siento y no me duele, que es lo que más temo.  Sé que he sido muy cobarde, lo que me ha obligado a continuar resistiendo sin oposición al destino aunque jamás he sido feliz. Lo más parecido, el mundo en papel que me prometían las lecturas a las que tanto me aficioné. Mi vida, la poesía.
Tratado de urbanismo.
Me preparo un café muy cargado y el corazón me late con fuerza. No he debido hacerlo pero últimamente no soy dueño de mí. Me propongo cantar mirando en la ventana el amanecer cubierto de nubes violeta. Nunca había encontrado una razón para hacerlo, pero son las siete y media de la mañana y me prohíbo semejante licencia. Lo pospongo sabiendo que quizá no haya otra oportunidad de hacer “una locura”.
Miro la mesa en donde los panecillos esperan la mermelada y busco esconderme ahí para no tener que decidir mientras evoco los fotogramas de una película en blanco y negro con la muerte persiguiendo a una familia que se salva. ¡Por qué no ser el caballero que lucha jugando al ajedrez! Puedo evitar lo inevitable… al menos por ahora.
Cuando me paro a contemplar mi estado…
Me digo ¿A qué debo despertar? Y otra vez solo ante el sobre abierto que me lleva y me trae de un recuerdo a otro. Lo cojo, examino y releo lo que dice. Me descubro llevándolo hacia mi nariz para olerlo. Solo huele a papel y me extraña ese beso que sale de la garganta junto con las ganas de llorar. Da vueltas esta ruleta que me va a dar el número ganador. Tengo la certeza.
Voy en metro a la oficina y miro los anuncios de las estaciones, fotogramas de una vida que creo ser la mía: los cursos de inglés que tengo el ánimo de iniciar cada año; los viajes a lugares exóticos que quiero hacer algún día, quizá cuando me jubile; los trajes oscuros, de moda que sé que no me sentarán bien… Pestañeo y aparezco hace miles de años cuando me vendían los chistes de amor a cinco duros y agarraba con fuerza una mano que no pude retener como no se puede retener el agua entre los dedos. Lo que no me quitó la muerte se evaporó a fuerza de no querer amar.
Nunca viví la juventud. La carencia de mi madre, muerta en mi primera adolescencia; la ausencia de mi padre trabajando de sol a sol para mantener a sus dos hijos hasta que acabó con su vida, incapaz de soportar una nueva enfermedad que habría de acabar tarde o temprano con él. Ello me golpeó en esa etapa en la que iniciaba una rebeldía contra lo que pensaba ser mi destino, siendo sofocada por la desgracia y creando una red como las líneas de metro que me separó totalmente del mundo dejando un ser árido, yermo y pesimista.
Todo soy ruinas, todo soy destrozos,
Sentado en el despacho igual al del resto de los cien compañeros que tengo alrededor me entran ganas de llorar. Un alma más perdida entre los teclados de ordenador y los papeles. No hay nada más triste que mi trabajo. No produzco nada, no creo nada. Sólo soy una tuerca más de este engranaje áspero del mundo de oficina. Muerta la inspiración, muerta la emoción me ahogo un poco más cada día. Aferrado a la silla como el palo que sujeta la horca en el cadalso sin poder escapar por mi falta de arranque invoco a la rutina como forma de salvación.
“Tú vales más que eso” me dijeron una vez. Y por la noche intentaba olvidar esas palabras para poder levantarme cada día y coger el metro en la misma estación. “Si destaco, la muerte me va a encontrar. Soy la pista que conduce hasta lo que amo”. He resistido los impulsos del cambio, he jugado con la mediocridad como arma deseando con todas mis fuerzas pasar desapercibido ante ella. “Que no se dé cuenta de que existo, así no vendrá a por ti”
…a tanto mal no sé por dó he venido;
Necesito encajar una pieza más y voy a casa de mi hermano que me invita a comer. Nunca se ha planteado la existencia como lo he hecho yo. Cree ser un superviviente y se siente triunfador, un luchador nato. “A mí no me amilana nadie, te enteras”, “tú siempre has sido un maricón” y su mujer le mira con ojos de orgullo, su varón capaz de cagarse en Dios y en lo que haga falta pero que no es más que una marioneta, como yo, como todos. Trabaja, come, duerme. “A mí también se me murieron, ¿o no?, pero yo me cago en la Virgen santísima”.
Le miro hablar y me doy cuenta por primera vez de que no han tenido hijos, tampoco tentaron a la suerte. Tenía miedo a que se me murieran, “como un angelito” dijo mi madre, de ojos tristes. Como ella. “La enfermedad blanca” dijo mi padre, de ojos iracundos.
Sentados ante el tablero de nuestro juego favorito me ordena que la mande de una vez a la mierda porque no me dejar ser yo. Se refiere a ella. La que después de un tiempo me llamó para quedar en el mismo bar, en “el de abajo” para hablar “de todo un poco”. La que me aseguró que no había cambiado de aspecto e intentaba recordar, sin conseguirlo, nuestros momentos inolvidables. “Yo siempre te he querido”.
Nunca olvidaré su cara trasluciendo una preocupación que ni el disimulo podía maquillar. “Estas muy guapa” es lo más que pude decir. Casi una hora después solo dije: “Probaré yo”. Y mientras me alejaba sabía, sin volverme, que por primera vez tenía unos ojos orgullosos fijos en mí.
verme morir entre memorias tristes.
Mi hermano con su suéter rojo me mira como si no creyera que nos una la misma sangre. Estamos los dos solos y no hemos llegado a ser una familia. Ambos nos preguntamos por qué no nos ha llevado la muerte pero las respuestas son diferentes. “Sé que me tiene miedo porque tengo mala leche, ¿verdad, chata?”. Y su mujer vuelve a reír su chiste. Me despido con una excusa que nadie cree y salgo casi corriendo de la casa. “He creído que me dejaba vivir para ir quitándome poco a poco todo lo que yo más quiero”.
No tengo dudas de que me quiso, de que la perdí por desilusión, tampoco. Notaba que se me iba y metí la cabeza en un enorme charco de aguas cenagosas de autocompasión. Quizá con sus ojos abiertos esperaba alguna palabra cuando recogía en silencio y abría la puerta. No quise que la agarrara y la destruyera, no quise ser su cómplice y preferí salvarla así, dejando que se fuera su amor. Éste, mi gran error.
Vencida de la edad sentí mi espada,
Necesito tranquilidad porque desde aquel momento en el que recibí el sobre con la respuesta afirmativa he dejado de apreciar las cosas de la misma manera. Veo la vida detrás de mí, los pasos equivocados que he dado siempre. Salgo para encontrarme y me urge mirarme en un escaparate de juegos de rol en el que la imagen personificada de la muerte lucha con un guerrero de blanco en un remedo de la Guerra de las galaxias. Me reconozco en las facciones que tras los brillos muestran un hombre entrado en los cincuenta con fuerzas de adolescente porque nunca las gastó. “Me lo he perdido todo”. Pero yo soy el único culpable; encerrado en este mundo de superstición cuyas reglas matemáticas he ido formulando yo solito. Al mirar un poco mejor, dejo de saber quién es el que me observa desde el otro lado del cristal y mi cuerpo tiembla.
Desde aquella tarde en que se desahogó conmigo contándome que la lucha por salvar a su marido de la muerte había resultado un fracaso, no soy yo, el de antes. “Lucharé, no sé cómo, pero lo haré” me dijo ella. Mis manos quisieron volver a acoger las suyas. Mi mente era un montón de papelajos recortados con miles de imágenes incompletas.
Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos
Corro hacia el momento en el que me anunció que se estaba enamorando de otro. Así, como una chiquilla que se lo cuenta a una amiga, casi con ternura. Después supe que lo anunciaba para que yo luchara por nosotros. Mi parálisis sólo me permitió abrir la jaula para que saliera. No nos reprochamos nada, no había qué. Nos besamos en la mejilla con los ojos llenos de lágrimas incapaces de batallar contra el destino que creíamos seguir. Ahora que todo ello no es más que una canción en una triste cinta de cassette, lo siento como una solemne estupidez. Han pasado más de 13 años y lo que era un abismo insondable solo es un paso más.
Tomando un café en una cadena internacional de cafeterías en el centro de Madrid, miro a la gente que pasa sin preocuparse de mí. Se ha desbaratado el mundo tal y como lo he construido, sin un ruido, sin un signo perceptible. Quiero tener el valor necesario para airearlo en las redes sociales pero no soy así. Prefiero la intimidad que me ha acompañado desde siempre. Sin embargo, no logro contener encerrada la simiente que ha ido creciendo desde nuestra última charla y empiezo a tararear una canción que hace mucho tiempo que no escuchaba.
Sobre el oscuro campo de batalla,
No quiero saber por qué me eligió a mí. Aun si fuera una reacción egoísta, me ha salvado la vida y se lo voy a agradecer siempre. “Se está muriendo” me dijo llorando. Necesitaba contarlo a alguien y pensó en que yo sabía escuchar. Una punzada familiar penetró en mis pulmones cuando hablaba conduciéndome a aquellos tiempos en los que me fui construyendo la muralla que habría de salvar.
Pero no me sentía culpable. Lo habían probado todo y el trasplante era la única vía posible. “No soy compatible, ya ves qué paradoja”. “Cierto” pensé yo. En mi cabeza enredaban miles de fantasmas. Esto es lo que hay, ni más ni menos. Hemos venido a la vida sin querer y nos vamos sin querer; no está en nuestra mano ni nuestro destino ni el de los demás. La muerte como tal no existe, ¿no te has dado cuenta? Es la ausencia de vida lo que nos mata, lo que se llevó a los que más querías agarrados a una misma cuerda que sostenías tú en el extremo. Quiero soltarla ya y alejarme de lo que no me deja ser feliz.
Mientras me contaba cómo habían vivido los últimos tiempos se me formaba la única frase de consuelo que necesitaba decir. “Probaré yo”. En ese momento creo que comencé a vivir.
Antes que tú me moriré: escondido
Me levanto y los pasos me han llevado hacia el Museo del Prado. Entro porque acabo de entender que el rompecabezas se ha completado ya, que la pieza que faltaba encaja perfectamente en el hueco que queda. Ahora respiro hondo porque la emoción me hace saltar las lágrimas y debo contenerlas. No tengo esa piedra en el estómago y mi cuerpo es de una ligereza que apenas me sostengo en pie.
Quiero explicar a alguien que he entendido de una vez el sentido de una vida anodina, la razón por la que no me alcanzó esa muerte despiadada que se llevó lo que más amaba. Frente al cuadro dejo correr las lágrimas sin importarme lo que piense la gente que me rodea. Su aparente fealdad contrasta con la belleza que siento en él, su música ordenando mi caos en una dimensión perfecta. No hay nada más bonito que la vida, no hay más vida que el amor. Comprendo perfectamente a mi hermano luchando cuerpo a cuerpo contra nuestra maldición y le veo caído, arrastrándose hacia atrás mientras insulta lo que se le echa encima. Admiro su valor y siento que la próxima vez que le vea le abrazaré.
Voyme a vengar en una imagen vana,
Soy compatible. Blandiendo esa carta como arma voy a luchar contra el ejército de muerte que avanza hacia ellos, los enamorados, su ladito desconectado de la lucha por una vana supervivencia. Voy a salir corriendo a decir sí y a someterme a la operación de trasplante que le mantendrá con vida el tiempo que sea porque no dejaré que la muerte le sirva su cabeza en una bandeja. Lucharé contra ella porque he dejado de apreciarla como en los cuadros, como en los juegos, como la han pintado y recreado aquellos hombres que ven el lado oscuro de las cosas. No es un ejército, ni un hombre que piensa. No lleva túnica, ni guadaña. Su imagen no es la de un esqueleto. La muerte no es nada en sí misma. La muerte no será la protagonista de mi vida.
Quiero desquitarme de todos estos años perdidos en los que un espejismo me ha obligado a creer en ella como creemos en seres imaginarios. Todavía estoy a tiempo de dar un sentido a mi existencia y la de aquellos que no pudieron sostenerla. Aún tengo margen para cuidar lo que nos hace permanecer aquí y pintar el lienzo de mi vida de otros colores que me den la felicidad.
Voy a proteger su amor para que sigan viviendo en esa dulce armonía en la que viven los seres que se quieren y lo haré ahora y siempre… mientras dure mi eternidad.      
Fantin Sarto


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mientras dure mi eternidad by Marian Suárez Orive is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en http://arstabulae.blogspot.com.es/2015/11/mientras-dure-mi-eternidad.html.

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